Debo reconocer que lo mío por los escritores japoneses no es precisamente pasión. Pero en mi favor he de decir que lo intento y, de vez en cuando, caigo en la tentación de leer alguna obra procedente del imperio del sol naciente.
Como la novela negra suele ser una constante en mis lecturas, hace unos años me gustó mucho "Out" de Natsuo Kirino (seudónimo de la escritora Mariko Hashioka), no se si por la originalidad de que las empleadas de un fábrica que empiezan ayudando a una compañera a deshacerse del cuerpo del marido que la maltrataba y acaban metidas en muchos líos cuando la mafia japonesa quiere aprovecharse de sus demostradas habilidades para hacer desaparecer cadáveres sin infringir la rígida normativa de clasificación de residuos que debe estar vigente en Japón.
Ese libro me gustó y "Grotesco", de la misma autora, tampoco está mal, pero por ejemplo a Murakami, con lo famosísimo que se ha hecho, no lo soporto en según qué páginas. Creo que tal vez sería mejor escritor, o por lo menos a mi me gustaría más, si releyera lo que escribe y rompiera por lo menos 150 páginas de cada libro; así dejaría otro tanto soportable y unas 50 sencillamente geniales. Que eso me pasó con "Kafka en la orilla", que parece que hubiera juntado material de dos libros para publicarlos cuanto antes, que me gustaba un capítulo sí y otro no. Tampoco que acabó de cuadrar "1Q84" cuando lo leí en una de las múltiples estancias hospitalarias de mi madre.
Pero bueno, que me lío, que el libro que me he leído este mes y con el que he reincidido en la literatura japonesa (también policial, por cierto) es "El expreso de Tokio" de Seicho Matsumoto. No había leído nada de este autor y ni siquiera me sonaba su nombre y eso que en Japón tiene hasta museo propio.
Y me ha pasado una cosa por ponerme a leer así sin conocimiento. Total, como el libro se ha publicado en Libros del Asteroide en el 2014 y el relato no centra en el tiempo los hechos, pues he dado por hecho que eran más o menos contemporáneos y me he pasado casi todo el libro achuchando a los policías, sobre todo al protagonista, para que acelerara la investigación. Y es que el libro no es de hoy sino que se publicó en 1957, nada más y nada menos; así que, claro, no hay móviles, no hay ordenadores para mandar emails, los aviones son pequeños y el policía no está familiarizado con ellos y los trenes de más velocidad en Japón tardan más de 17 horas en recorrer distancias que a mi no me parecían tan terribles. Y, así, seguimos al policía viajando por todo Japón en tren, tardando la intemerata, para realizar gestiones que ahora serían posibles desde su despacho y toda la trama se hace lenta. Hasta que caí en la cuenta de que el Japón en que se mueven el policía local Jutaro Torigai y el subinspector de la policía metropolitana Mihara no es el Japón de hoy. Las mujeres que aparecen en el libro son o camareras o esposas, no hay mujeres en la policía y la forma de tratarse es como muy distante y respetuosa. Los métodos policiales son meramente deductivos, no hay recogida de muestras para ADN, no se da gran relevancia a métodos técnicos, por la sencilla razón de que no exiten, claro.
La trama es la siguiente: en una playa pedregosa aparecen muertos un hombre y una mujer. Aparentemente se han suicidado juntos con cianuro de una botella de zumo y todos damos por hecho que habían sido amantes y han puesto fin a su vida voluntariamente. El había sido en vida funcionario del Ministerio X, organismo sobre el que pesa una investigación sobre un importante caso de corrupción (dato que reforzaba mi idea de que la obra que leía era de nuestros días y no de 1957) y ella trabajaba de camarera en un restaurante.
Todo lleva a pensar que se trata de un doble suicidio y que los amantes habían llevado en secreto su relación porque nadie parecía conocerla, pero el policía local que investiga en principio los hechos encuentra un ticket de restaurante en la ropa del hombre lo que le lleva a preguntarse por qué cenó solo en el tren si viajaba acompañado. Jutaro sigue erre que erre con el ticket y en un momento dado aparece un investigador de Tokio a quien contagia sus sospechas, así que, pese a que está muy claro que ha sido un suicidio, no debería tener la policía muchas investigaciones pendientes porque se dedica a comprobar pormenorizadamente y con precisión de relojero los horarios e intentar desmontar la coartada de su principal sospechoso, un empresario que había tenido tratos con el Ministerio X.
Como sus jefes están con lo de la corrupción en el Ministerio y resulta que el muerto, de continuar vivo, hubiera sido el principal testigo de la acusación, permiten que Mihara siga investigando tren Japón para arriba, tren Japón para abajo, que si queremos seguir la trama hay que ir apuntando los horarios para no perderse, porque se trata de un verdadero encaje de bolillos con los tiempos, con las pruebas, los testigos que han visto lo que se quiere que se vea, trenes y más trenes que encima llegaban y salían puntuales, no como los de mi época de estudiante cuyos horarios eran como las citas de la Seguridad Social, "meramente orientativos". Y todo ello sin que el policía tome una gotita de alcohol, que a diferencia de Spade o Marlowe este detective japonés se concentra en sus pesquisas a base de café, que dan ganas de hacerse uno de vez en cuando para acompañarle en sus cuitas.
En fin, que hay que proceder a leer este libro sabiendo cuándo se escribió, y que igual que no pedimos a Poirot o a Miss Marple que manden un Whatsapp hay que tener paciencia para seguir la investigación a paso años cincuenta y a velocidad de tren expreso antiguo.
Por cierto, que pese a estar todo el libro pensando que está muy claro que se trata de un suicidio y que para qué sigue la policía investigando y nosotros leyendo, pues el final no decepciona en absoluto. Y los pincelazos sobre la corrupción nos convencen de que no se ha inventado nada: políticos que favorecen a los contratistas que los sobornan, intentos de tratar trapos sucios por todos lo métodos... en fin, nada nuevo bajo el sol de los corruptos.
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