Este libro me ha dejado un agridulce sabor. La verdad que viendo la portada no esperaba mucho y lo empecé pensando: "a la primera buganvilla que salga lo dejo".
Pero parece ser que las buganvillas no son flores autóctonas de Australia, que es donde se desarrolla la acción y australiana es la autora, de forma que sólo flores autóctonas australianas aparecen en la novela encabezando cada capítulo con su nombre en castellano (y en aborigen, si lo tiene), significado, denominación científica y lugar de crecimiento, así como su descripción, recomendaciones para su cuidado y notas de interés. Muy bonito.
Ahora bien, el libro tiene poco de lo que yo esperaba viendo las flores. Ni buganvillas ni paños calientes, aunque me parece una trama bastante irregular que no acabó de convencerme del todo.
El principio es bestial, fuerte. Alice, la del título, una niña de nueve años amante de los libros y aparentemente encantadora, comienza el primer párrafo de la historia junto a una ventana de su casa sentada en su pupitre imaginando "diferentes formas de prenderle fuego a su padre", quien dicho sea de paso se merece poco menos que eso.
Y no os quiero destripar mucho, que para eso ya está la contraportada del libro, que hace un poco de spoiler, pero Alice pierde a sus padres y acaba viviendo con la madre de su padre, June, una mujer de quien nunca le habían hablado en casa y que parece ocultar un gran secreto. O por lo menos un par de ellos.
June lleva a su nieta a Thornfield, una especie de casa de acogida rodeada de una plantación de flores en la que trabajan las mujeres que se refugian allí, cada una con una historia trágica a sus espaldas y a quienes la propietaria denomina "Las Flores", ninguna de las cuales parece tener un nombre de más de dos sílabas: Myf, Twig, Candy, Amy... quienes acogen a la traumatizada Alice, que tras la primera parte del libro y perder a sus progenitores y a su perro, había quedado muda, acompañándola en su duelo para hacer de ella una niña más o menos feliz y acompañarla en su crecimiento en la casa hasta que la pobre hija parece ir repitiendo el trágico patrón familiar y se acaba marchando de la casa para vivir la tercera parte de su historia trabajando en una especie de Parque Nacional donde tampoco es que lo pase realmente bien. El peso de su pasado parece perseguirla como una especie de maldición de la que sólo parecen sacarla las flores australianas cuyo significado había ido guardando su abuela en un álbum.
Ninguna mujer de la historia parece haber sido feliz y todas tienen como una doble forma de comportarse, sobre todo la abuela que hay ratos que no sabemos si desea lo mejor para su nieta o jorobarle la vida como antaño le pasó a ella y a casi todas las mujeres de la familia.
En el libro tienen mucho protagonismo las plantas, el río, los árboles... bueno, uno en concreto, que es como una especie de Registro Civil de la familia porque han ido tallando en él nombres que configuran casi su árbol genealógico. Y Alice, dando bandazos sin acabar de encontrarse a sí misma.
La novela no está mal, no en vano ganó un prestigioso premio, pero a ratos me parece de una redacción un poquito infantil pese a los graves temas que toca (principalmente maltrato en sus diferentes versiones) y a la forma en que acaba reflejando que los traumas no acaban de desaparecer si se siguen ocultando sin resolver nada.
Me llama mucho la atención cómo la narradora nos introduce en la cabeza de la protagonista haciendo que la acompañamos en su proceso de autoculpabilización, buscando justificaciones para quienes le hacen daño y buscando excusas para no salir del pozo en que se encuentra.
Comienza fuerte la narración, discurre con altibajos y vuelve a ser fuerte hasta casi el final, llevando a quien lee a esa sensación agridulce a la que me refería al principio, creo que porque me puede mi corazón de abogada de años en Centros de la Mujer y quisiera ayudar a Alice. Y es que, en el fondo, es solo un libro y, como muchas veces también ocurre en la realidad, tampoco puedo hacer nada por ella, sólo acompañar a Alice y arroparla.
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