En esta casa vivieron dos de los maestros de los antiguos. Hace esquina entre las calles Empedrada y la Honda. Muchos hombres y mujeres de Quero formaron parte de su alumnado y me imagino que tendrán recuerdos dispares según sexos y quién les tocara en suerte.
Yo fui alumna de ambos, primero de doña Carmen en tercero, lo que todavía se llamaba el lazo azul, ya que las chicas (los chicos, no) llevábamos uniforme (negro, por cierto), con un cuello de plástico blanco y un lazo que correspondía a distintos cursos según los colores: verde el de primero, rojo el de segundo y azul el de tercero. Todavía lo tengo. Incluso el lazo azul. Creo que también el rojo. El verde no lo conservo.
Era el primer año que íbamos chicos y chicas juntos. Juntos, pero no revueltos, ya que nos sentaban en zonas separadas y había dos colas para dar la lección, la de las chicas y la de los chicos; aunque paradójicamente no recuerdo competir con la segunda de mi fila sino con el primero de los chicos con el que siempre me quedó una competencia poco sana que todavía, pasados tantos años, me lleva a opinar de manera diferente cada vez que él abre la boca.
Para mi doña Carmen no fue mala maestra, aunque nunca entendí por qué había que ir a comprarle el pan y de hecho lo debió notar porque aunque muchas compañeras se peleaban por ser elegidas para la tarea, a mi no me hacía ni pizca de gracia, así que viendo la cara que se me debió escapar poner el día que me mandó, pues no volvió a encargarme ir. Bueno sí, un día me mandó a la farmacia a por amoniaco (que debía ser donde se vendiera entonces) y aquello me sirvió de aprendizaje bastante significativo para no volver a meter las narices ni figurada ni literalmente en ningún sitio que no debiera.
Don Vicente me dio clase en cuarto y me imagino que muchos chicos tendrán muy mal recuerdo de aquel maestro, sobre todo cuando se quitaba las gafas y casi se arrancaba el reloj con correa extensible, ya que eso era signo inequívoco de que se dirigía a ajustarle las cuentas a algún alumno. Yo no fui testigo de sus castigos con la gomilla del gas pero sí de cómo cogía a los chicos por las patillas del pelo hasta casi levantarlos del suelo. A las chicas no nos pegaba pero si alguna daba guerra se la mandaba a su mujer para que fuera ella la que la castigara. Yo debía ser buenecita porque no fui castigada, pero no me gustaba la forma de enseñar del maestro ya que ponía en la pizarra problemas y cuentas por la mañana (casi siempre de arrobas de vino, patatas o aceite) y por la tarde se limitaba a borrar algunas cifras de por la mañana y cambiarlas por otras con lo que hacíamos los mismos problemas pero con diferentes cantidades. A mi aquello me parecía una especie de trampa del maestro y una solemne tontería como ejercicio ya que no me exigía ningún esfuerzo intelectual.
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