jueves, junio 25, 2015

Esquina de la calle Cristóbal Cárceles con la calle San Sebastián.

La casa de Eufemio, primo de mi madre.
Recuerdo que donde ahora está la ventana de la izquierda de la planta baja había una puerta (todavía se ve dónde estaba el hueco) y por ahí pasábamos a una habitación donde nos daba clases particulares Doña Rosario, una maestra de Torrelavega que me dio segundo de EGB y a mis ocho añitos trató de enseñarme a no corregir a la maestra cuando se equivoca, cosa que dado el método de corrección utilizado (me dio un palo en la cabeza con la vara que utilizaba para liar el hule de la mesa cuando le hice ver que al enumerar las preposiciones se había comido una) sólo me funcionó con ella, que por cierto no se equivocaba muchas veces, porque sigo sin poder evitar preguntar para que me aclaren cuando alguien habla en público y me consta que no lleva razón. Suerte que en los tiempos que corren quedaría feo que el conferenciante me diera  con un palo en la cabeza.
Aquella maestra era muy buena y, salvo aquel palo y que me castigó el primer día de clase por hablar demasiado alto, fue para mí una profesora excelente. Sabía sacar de cada persona el máximo y no se limitaba a enseñar el programa sino que si le respondías seguía adelante mostrándote el camino para seguir aprendiendo todo lo que pudiera interesarte. En su año y en las clases particulares del siguiente aprendí a escribir casi sin faltas de ortografía, me abrió el mundo de las palabras a fuerza de dictados y análisis morfológicos (y de copiar el verbo haber cien veces la única vez que lo he escrito sin hache), me hizo perder el miedo a hablar cuando me preguntaban y a leer en voz alta delante del resto de la clase e incluso me hizo entender la reglas de tres. Creo que amaba tanto su profesión que era capaz de conseguir que nos gustara aprender. Por lo menos a mi me funcionó.
Pasados ya muchos años volvió a Quero un día y estuve tomando una cerveza con ella. Me contó que su primer destino había sido un pueblo tan pequeño y tan atrasado que en la casa en la que vivía no había baldosas en el suelo, que era de tierra, así que cuando vino a Quero, que en aquellos años tampoco era Nueva York, le pareció que venía a otro mundo. Y eso que vivía de alquiler en casa de Ilde y Fortu, en el Santobastián, y tenía que buscarse un sobresueldo con las clases particulares que impartía, como luego después hacía yo en mi casa, en una habitación con varias mesas de distintas procedencias y tableros de la panadería en la casa de la foto, con cada silla de su padre y de su madre. Pero debo reconocer que aquellas clases me gustaban mucho más que las del colegio ya que aprendía lo que quería y además íbamos chicos y chicas juntos de diferentes edades, cosa que en la escuela no ocurrió hasta el año siguiente.
Dice mucho de ella el hecho que me acuerde de sus clases casi como si estuviera en ellas mientras no soy capaz de acordarme de las caras, ni mucho menos de las voces, de la mayoría de los profesores que me dieron clase en la carrera cuya forma de dar clase resultaba casi ofensiva.

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