No sabemos dónde ni cuándo estamos ni qué ha pasado en la ciudad desde donde Anna Blume nos cuenta su vida desde que llegó a ella buscando a su hermano William. Escribe a lápiz en una libreta azul que debía ser grande si cabe todo el libro de Paul Auster que reseño.
Anna llega a la ciudad en barco tras diez días de singladura pero no sabemos si está en una isla o en territorio continental, ni tampoco desde dónde parte para calcular distancias y conocer su ubicación. No parece haber río y se trata de una ciudad que debió ser grande porque está dividida en zonas y la narradora tarda en desplazarse andando de un sitio a otro pero podrá ser cualquier ciudad importante de nuestro primer mundo.
"El país de las últimas cosas" describe un mundo distópico en el que la carencia de petróleo y carbón convierten a los cadáveres y los desperdicios en materia prima. La ciudad está rodeada de crematorios o "centros de transformación", como se llaman en la historia, y está prohibido disponer de los cuerpos de las personas que fallecen ya que su uso como fuente de energía parece prioritario. Los "fecalistas" recogen los desperdicios y los llevan a las centrales energéticas.
Aunque debe haber más país porque hay destierro, toda la historia se desarrolla en esa ciudad de la que Anna parece no querer marcharse, al principio porque quiere encontrar a su hermano al que tampoco busca de manera terriblemente activa, pero luego, poco a poco y como en una pesadilla sin fin, porque el entorno que la envuelve va acabando con su poder de decisión. Y no es que nadie le imponga nada porque aunque entreveamos que hay un poder organizado, la vida de Anna se desarrolla en las calles o en lo que fueron calles ya que parece que deambula entre los escombros de lo que fueron edificios que a ella le parecen que pueden desaparecer de un día a otro cambiando el entorno y dando una sensación de irrealidad que me recuerda la narrativa de Saramago, salvando las distancias.
La protagonista se va quedando sin dinero y en lugar de intentar volverse a casa adopta el "trabajo" más habitual en la ciudad que es recoger los restos de la civilización que fue para venderlos como los traperos, en plan barojiano, con un carro como los de las grandes superficies que llevan algunos sin techo y en cuya compra invierte gran parte de su efectivo.
Mientras Anna recorre las calles vamos conociendo que sus habitantes no tienen ganas de vivir e intentan arreglásealas para acabar cuanto antes con sus vidas. Para quienes tienen suficientes glots (la moneda de la ciudad) hay clínicas de eutanasia (con servicios como el viaje de retorno, el viaje maravilloso o el crucero de placer) y también clubes de asesinato. Y luego hay diferentes sectas: los "corredores" corren en grupo hasta morir de agotamiento, los "saltadores" caminan hacia el abismo y se lanzan, los "risueños" están convencidos de que las cosas mejorarán mientras los "rastreros" consideran que la cosa siempre puede empeorar si no se espían las culpas dividiéndose a su vez en "perros" que caminan postrados y "serpientes" que se arrastran sobre el vientre. Nadie parece tener esperanza y las personas se temen unas a otras, se roban, no se ayudan, no parecen muy solidarios, a veces ni siquiera humanos. Se desarrolla en un tiempo futuro pero no hay extraterrestres ni
invasiones sino que la civilización parece haber acabado consigo misma
derrumbándose y disputándose los despojos hasta que no quede nada ni nadie.
Anna va perdiendo sus referencias y se va dejando caer en la desesperanza aunque siempre parece encontrar un asidero de cariño y relaciones afectivas para aguantar, peor que mejor, sus días: Sam, el único que parece que vió al hermano de la protagonista y del que se enamora, Isabel, una mujer encantadora con un marido que no lo es tanto,... y refugios bajo techo en los que evitar el frío clima de la ciudad (la casa de Isabel, un sanatorio, la biblioteca, un submundo en sí misma,...), aunque también hay personajes que sobreviven en la ciudad sacando tajada de lo poco que se puede comprar y vender, como restos de la sociedad de consumo de la que debió formar parte la ciudad antes de convertirse en lo que leemos.
Es una novela inquietante y que hace reflexionar qué nos hace ser lo que somos, si mantendríamos nuestras seguridades si nos faltara nuestro entorno cultural, nuestras creencias, nuestros iguales, nuestro trabajo o nuestra función en el mundo... qué nos hace ser personas civilizadas o simplemente personas. Resulta agobiante y aunque a veces dan ganas de sacudir a la protagonista para que mueva ficha y no se hunda o no entendamos por qué no se decide a cambiar de actitud, a dar el paso y salir de la ciudad (que sólo muy avanzada la novela conocemos que tiene murallas), acabamos a ratos sucumbiendo con ella y refugiándonos en las islas de humanidad en las que se refugia, olvidando como ella que no sabemos dónde está, en qué día vive, ni qué pasará al momento siguiente. Anna está perdida; por su edad (tiene 19 años), por su desconocimiento del entorno, por su inacapacidad para investigar su mundo, se limita a malvivir y recibir los golpes de la fortuna en un mundo hostil cuyo funcionamiento ignora, sin asideros morales, intelectuales, religiosos o de otro tipo que la ayuden a orientarse y tomar decisiones. ¿Símbolo de la humanidad actual cuando si se derrumbara la sociedad de consumo? Lo que está claro es que el libro hace pensar y replantearse cosas sobre nuestra sociedad postmoderna en la que cualquier cambio puede deshumanizarnos, un despido convertirnos en mendigos, un desahucio en indigentes y vivir en la calle restarnos dignidad. Resulta interesante y hay que leerlo despacio. Además estaba pensando que saldría una buena película, en plan Blade Runner, así que como el libro es antiguo (1987) he buscado a ver si se le había ocurrido a alguien llevar la novela al cine y resulta que sí, que hay una coproducción franco-británico-argentina dirigida por Alejandro Chomsky que lo hizo pero no puedo opinar porque no he encontrado ni el trailer ni a nadie que la haya visto, así que no se si se llegaría a estrenar.
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