Debo reconocer que de lo primero que me acuerdo siempre que oigo mencionar al Cid es en las vueltas que le dimos a su estatua en Burgos para intentar salir de la ciudad, porque tengo un poquito de dislexia y la derecha y la izquierda, cuando no me la señalan con la mano, se me resiste un poco, así que le di un par de vueltas a la majestuosa estatua ecuestre del Campeador antes de que me aclararan a qué derecha debía girar, si a la mía o a la de los demás.
Pero, a lo que voy, que no es de estatuas pero sí del Cid, es a la reseña del último libro de Pérez-Reverte que me he leído, que es el último que ha publicado: Sidi. Un relato de frontera.
Esta nueva obra de Don Arturo no novela tanto la vida de Rodrigo (su Cid) como el primer cantar del Cantar de Mio Cid, el conocido como "el del destierro", esto es, desde poco después de lo de "de los sos ojos tan fuertemientre llorando", cuando, como decía Manuel Machado "al destierro- con doce de los suyos -polvo, sudor y hierro- el Cid cabalga", anda mio Cid de corte en corte buscando señor que lo contrate con su mesnada y sus correrías hasta poco antes de su marcha hacia Valencia.
Rodrigo, para ganarse el pan y el de los bastante más de doce a los que tiene que mantener, trabaja como soldado a sueldo para quien le paga la soldada y buscando a quién servir, y, tras ser rechazado y despreciado por los condes de Barcelona, llega a un acuerdo económico para defender con las armas los intereses territoriales del rey moro de la taifa de Zaragoza, peleando contra moros y cristianos, según tercia, que la cosa de la religión y las peleas territoriales tenían el asunto embrollado, pero con la única condición de no pelear nunca contra Alfonso VI, a quien, pese a haberle desterrado, sigue considerando su señor natural y al que sigue mandando una quinta parte de lo que consigue.
Y lo del "polvo, sudor y hierro", queda muy claro en la novela de Pérez-Reverte, que repite en reiteradas ocasiones la imagen del protagonista y los suyos con las caras llenas de tierra por las que resbala el sudor, y no deja hierro de sus armaduras que nombrar, que conviene conseguirse es esquema de alguna para seguir el relato sabiendo qué se pone o lleva cada uno, aunque como lo repite bastantes veces se acaba una centrando. Que si el escudo en la espalda, que si nasal arriba, nasal abajo de las narices, que si las botas de huesas...
La figura del Cid se parece bastante a la del Poema y hay que hacer esfuerzos para no imaginarse a Charlton Heston a lomos de Babieca, aunque algo más achacoso de una lesión antigua de rodilla.
Y es que la novela se centra sobre todo en las batallas, en las tretas para colocar la mesnada en la mejor posición para la batalla, el estudio del paisaje con sus escondrijos y peligros, y en las negociaciones con los poderosos para que no los manden a batallar sin posibilidades.
No obstante, la figura de Rodrigo parece, como dice mi amigo Pedro, bastante plana. Buen guerrero, callado, buen jefe de su mesnada, fiel a su rey natural, pero no sabemos mucho de lo que piensa o siente, como si fuera un soldado del montón. Como mucho que se acuerda de Jimena y sus hijas un instante antes de olvidarlas para entrar en combate. Que, eso sí, combates tiene el libro unos cuantos, que hay ratos que no sabe una si está con el Cid, con Ivanhoe o con una película de indios.
Pero desde luego el libro está entretenido, que me he quedado varias noches hasta que me lo he terminado leyendo hasta las tantas.
Asistimos a las negociaciones para la entrega de Monzón, al engaño al prestamista judío para consiguir financiación, a los compadreos religiosos ecuménicos con su equivalente del ejército moro, algún escarceo con la hermana del rey y muchas lanzas, espadas y sangre, hasta llegar a la batalla más importante en la que los mete el rey de Zaragoza, y que maldita la gracia que le hace a los castellanos porque tienen que pelear contra enemigos superiores en número y que encima se encuentran a más altura. Pero el Cid es el Cid y la cosa acaba en victoria, con muchas víctimas en ambos bandos, pero eso era "lo normal" en las batallas y lo tienen asumido los soldados, que eso lo recalca por activa y por pasiva el autor, la entrega de los soldados a su labor sin que parezca importarles morir. Y en la susodicha batalla, como para justicia poética, consiguen hacer prisionero al conde Ramón Berenguer que despreció al Campeador, y consigue bajarle los humos y quedarse con su espada, la siempre famosa Tizona, aunque, tras dejarle en libertad renunciando a alguna que otra plaza importante, se vaya rezongando algo así como
que será él quien pase a la Historia porque los siglos se van a acordar más de él, con lo supernoble que es, que del
Cid, que para él es un mindungui del que nadie hablará cuando muera. Ya ves tú lo que son
las cosas, ¡menuda visión de futuro que tenía el condecito! De pitoniso no se hubiera comido un rosco.
A lo que voy, un libro de aventuras estupendo, un relato ajustado al Poema con las oportunas licencias literarias del autor, un Cid que necesita rodaje y que no me creo que nos quedemos con un solo libro, así que quedo a la espera de la llegada de Rodrigo a Valencia.
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