No se si los personajes de este libro están demasiado desesperados. Me creo que se quejan de vicio. Que lo que están es aburridos y no se dan cuenta de que no se soportan. No quiero ni pensar que tuvieran que permanecer encerrados los días que a fecha de hoy llevamos los españoles (y medio mundo) por el bicho cabrón éste que tenemos campando a sus anchas.
Partiendo de la base de que el libro me ha parecido de un simple subido y que lo único que me gustó fue el prólogo de Jonathan Franzen que, después de leerse el libro un montón de veces y enamorarse de él, intenta convencernos a nosotros de sus bondades para que lo leamos y nos guste tanto como a él y veamos las profundas profundidades del alma humana y de la pareja de protagonistas que él ve y que yo no he visto por ningún sitio y... y... y pretende eso y, además, nos lo destripa contando lo poco interesante que para mí ofrece el libro.
No es que no me haya gustado, que tampoco, pero es que me aburren soberanamente los libros en los que no pasa absolutamente nada digno de recordar, que en éste lo más interesante de la trama son las consecuencias del mordisco de un gato. Pues, qué quieres que te diga, que con los gatos que me han arañado a lo largo de mi vida podría haber escrito una saga y en ninguno de los capítulos hubiera temido que me contagiaran la rabia. Pero, claro, cada quién es cada cual, y si eso es lo más emocionante en la vida conyugal de la pareja, podéis imaginar el tedio del resto.
Sophie, traductora de francés sin ganas de ponerse a traducir nada, y Otto, su marido, abogado de profesión en trámite de separación profesional de su socio del bufete, viven en un barrio con pretensiones, que no ha acabado todavía de ser barrio bien, pero ya no es un barrio malo. Las casas se van comprando por gente parecida a nuestros protagonistas y las calles parecen seguras.
El matrimonio no tiene hijos porque, como ellos dicen, lo han ido posponiendo y ahora se han acomodado demasiado. Tampoco tienen una relación fantástica ni en lo físico ni en lo intelectual.
Sophie parece soberanamente aburrida, no tiene ganas de nada y necesita la aprobación de su esposo para casi cualquier cosa. Me recuerda a mujeres con maltrato psicológico cuando todavía no son conscientes de lo que pasa y van cambiando su comportamiento para agradar a alguien que nunca va a ver nada perfecto.
Otto no difiere mucho en su tendencia al aburrimiento, pero parece muy seguro de que lo que piensa, desea o hace es lo que debe pensarse, desear o hacerse, así que quiere que todo funcione como él cree que debe ser, desde su mujer, su barrio, su bufete, su socio, el mundo que le rodea en general y se siente frustrado cuando no es así.
El incidente del gato acaba desestabilizando a la pareja pues pone de manifiesto sus diferencias. Ella reacciona de forma desproporcionada y poco coherente pues, aunque teme que el gato (pobrecito mío) pueda haberle contagiado la rabia, se niega a acudir al médico hasta casi el final. Y él no entiende que deba dejar sus obligaciones para estar con ella porque está asustada.
Cuando Charlie, el socio de Otto, quiere partir meriendas y le pide que le devuelva el rosario de su madre y se quede con todo lo demás, la reacción de nuestro protagonista es desearle suerte y si te he visto no me acuerdo, sin percatarse de que su forma de ser y de trabajar han influido en la decisión de su socio, que quiere hablar con él y acaba hablando con Sophie, que aprovecha para desahogarse con él contándole cosas que su marido no sabe. Es lo mejor de la novela, junto con la visita de Sophie a una amiga con un estilo de vida más hippie pero que luego tampoco es tan diferente.
Creemos a lo largo del libro que es sólo Sophie la que está descontenta, pero Otto también ve su mundo desquebrajarse ante un episodio algo más grave que lo del gato pero ante el que reacciona de forma todavía más desproporcionada que su mujer.
El libro refleja una época de cambio de valores, la superficialidad de una clase social con pretensiones y llena de prejuicios (sobre pobres, judíos, negros y en general quienes no son como ellos pretenden ser), la falsedad de unas relaciones de pareja montadas sobre muy poco, la desidia de unos personajes que "se desesperan" a la mínima alteración de su rutina, al mínimo cambio. Parecen adultos, pero se comportan como los niños cuando no les funciona un juguete.
Pues eso, que a Jonathan Franzen le gustaría horrores, pero a mí no. No se si será porque aburrimiento me sobra estos días de confinamiento.
Sophie, traductora de francés sin ganas de ponerse a traducir nada, y Otto, su marido, abogado de profesión en trámite de separación profesional de su socio del bufete, viven en un barrio con pretensiones, que no ha acabado todavía de ser barrio bien, pero ya no es un barrio malo. Las casas se van comprando por gente parecida a nuestros protagonistas y las calles parecen seguras.
El matrimonio no tiene hijos porque, como ellos dicen, lo han ido posponiendo y ahora se han acomodado demasiado. Tampoco tienen una relación fantástica ni en lo físico ni en lo intelectual.
Sophie parece soberanamente aburrida, no tiene ganas de nada y necesita la aprobación de su esposo para casi cualquier cosa. Me recuerda a mujeres con maltrato psicológico cuando todavía no son conscientes de lo que pasa y van cambiando su comportamiento para agradar a alguien que nunca va a ver nada perfecto.
Otto no difiere mucho en su tendencia al aburrimiento, pero parece muy seguro de que lo que piensa, desea o hace es lo que debe pensarse, desear o hacerse, así que quiere que todo funcione como él cree que debe ser, desde su mujer, su barrio, su bufete, su socio, el mundo que le rodea en general y se siente frustrado cuando no es así.
El incidente del gato acaba desestabilizando a la pareja pues pone de manifiesto sus diferencias. Ella reacciona de forma desproporcionada y poco coherente pues, aunque teme que el gato (pobrecito mío) pueda haberle contagiado la rabia, se niega a acudir al médico hasta casi el final. Y él no entiende que deba dejar sus obligaciones para estar con ella porque está asustada.
Cuando Charlie, el socio de Otto, quiere partir meriendas y le pide que le devuelva el rosario de su madre y se quede con todo lo demás, la reacción de nuestro protagonista es desearle suerte y si te he visto no me acuerdo, sin percatarse de que su forma de ser y de trabajar han influido en la decisión de su socio, que quiere hablar con él y acaba hablando con Sophie, que aprovecha para desahogarse con él contándole cosas que su marido no sabe. Es lo mejor de la novela, junto con la visita de Sophie a una amiga con un estilo de vida más hippie pero que luego tampoco es tan diferente.
Creemos a lo largo del libro que es sólo Sophie la que está descontenta, pero Otto también ve su mundo desquebrajarse ante un episodio algo más grave que lo del gato pero ante el que reacciona de forma todavía más desproporcionada que su mujer.
El libro refleja una época de cambio de valores, la superficialidad de una clase social con pretensiones y llena de prejuicios (sobre pobres, judíos, negros y en general quienes no son como ellos pretenden ser), la falsedad de unas relaciones de pareja montadas sobre muy poco, la desidia de unos personajes que "se desesperan" a la mínima alteración de su rutina, al mínimo cambio. Parecen adultos, pero se comportan como los niños cuando no les funciona un juguete.
Pues eso, que a Jonathan Franzen le gustaría horrores, pero a mí no. No se si será porque aburrimiento me sobra estos días de confinamiento.
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