Leer a Camilleri es como quedar con amigos de toda la vida. No será la juerga padre pero lo disfrutas siempre. Los conoces a todos, podéis hablar de todo sin problema, reír los mismos chistes, repasar las mismas vacaciones, criticar la actualidad, hablar de comida, de lo divino y lo humano e incluso llorar sin problema. Vuelves a casa relajado y con ganas de repetir. Pues eso me pasa con Montalbano. Conozco todos los personajes, lo bueno y lo malo de cada uno, sus costumbres y sus gustos culinarios, sus defectos y sus costumbres. Parece que no hay nada nuevo en cada nueva novela pero la lectura de cada historia sigue siendo un placer aderezado de ciertas dosis de humor y con una carga crítica que a veces es muy visible y otras circula por las profundidades del texto sin que deje indiferente porque Camilleri toca todos los temas importantes en los casos de Montalbano.
En este episodio veintimuchos del Comisario Montalbano (que Camilleri escribió con más de ochenta años pero con su acostumbrada lucidez) se tocan temas de siempre como el dinero, el sexo o la familia y, particularmente, el incesto. El comisario tiene su propia forma de pensar y su particular manera de investigar y hacer justicia aunque en este nido de víboras la víctima no nos cae ni medio simpática preguntándonos por qué investigar su muerte cuando el mundo será mejor sin él. El muerto, aparentemente un contable jubilado sin mucho interés, que realmente se dedicaba en vida a la usura y no era ni medio buena persona, parece haber fallecido del tiro que le voló la cabeza, pero tras la autopsia queda claro que el tiro lo recibió cuando ya estaba muerto por la ingesta del veneno que le mató. ¿Dos asesinos? En esas averiguaciones pasa el libro Montalbano mientras discute con su Livia por teléfono o en directo y se finge malo de la tripa para no probar su comida y volver a la trattoria de Enzo a zamparse sus acostumbradas delicias sicilianas. Resulta importante también en la trama un vagabundo al que Livia adopta y, como siempre, el escenario de fondo de Sicilia en estado puro. En resumen, un relax al que volveré cada vez que tenga entre manos un Camilleri. Y cada vez con más miedo de que sea el último, que el autor tiene ya 92 años.
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