No es lo mejor que he leído de este autor griego y ya sabemos que Jaritos no es ya el que era. Kostas ya entró por el aro en novelas anteriores y está plenamente dentro del sistema totalmente adaptado al mismo y tirando hacia arriba en su carrera. Se codea con ministros y policías extranjeros y sigue buscando un ascenso como si le quedaran muchos años en la policía pese a que, si tenemos en cuenta la edad que tenía en su primeros libros y el tiempo en que se desarrollaban las tramas, el comisario debería estar jubilado hace años. Pero Márkaris es Márkaris y el libro resulta entretenido y crítico con la sociedad en la que vive; que sé más de Grecia por sus libros que por las noticias, que parece que se han olvidado de ese país, y, sobre todo, se más del tráfico de Atenas que si me hubiera atrevido a conducir por sus calles (en el caso de que hubiera estado allí, que no es el caso).
Esta vez don Petros la toma contra los hipócritas; bueno, quienes la toman con ellos son los asesinos de la última entrega de Jaritos, un grupo un tanto especial que va matando a personas aparentemente intachables y tenidas en muy buen concepto por la sociedad, mandando comunicados en los que no sólo no explican por qué han asesinado sino que tiran la piedra al tejado de la policía para que sea ella quien averigüe el móvil. Y cuando firman los comunicados lo hacen como "Ejército Nacional de Idiotas".
La primara muerte se produce con la explosión de una bomba que se lleva por delante a un conocido empresario dueño de una de las más importantes cadenas hoteleras de Grecia que además parece un santo de altar ya que tiene una fundación que beca a jóvenes desfavorecidos para que puedan afrontar sus estudios ofreciéndoles después trabajo. Los asesinos realizan su primer comunicado a un medio de comunicación mandando un mensaje ¡manuscrito! y con una caligrafía de colegio.
Nuestro comisario se las da muy felices al principio de la novela ya que ha sido abuelo y está más pendiente de ver a su nieto Lambros que de seguirle el juego a los asesinos. Pero, claro, es su trabajo y se lanza a la investigación que, como siempre con Márkaris, no se parece en nada a CSI. Nada de restos, nada de pistas en la autopsia, nada de psicólogos forenses ni FBIs; todo a fuerza de llamar puerta a puerta, de investigaciones con método tradicional, pistas, interrogatorios... y como mucho alguna consulta en redes sociales. Pero les funciona y los asesinos van felicitando a la sorprendida policía cada vez que realizan un avance.
Cuando han logrado averiguar el móvil del primer asesinato, y descubriendo que no es oro todo lo que reluce con el magnate difunto, tiene lugar otra muerte y vuelta a empezar. Y así hasta que hacia el final del libro dan con la pista definitiva.
Mientras, como siempre con Jaritos, circulamos con el Seat del comisario por los atascos de Atenas, aunque parece que ya le ha cogido el tranquillo y además de vez en cuando usa un coche patrulla para poner la sirena y llegar antes. Y, sobre todo, se nos sigue haciendo la boca agua con la cocina de Adrianí, la esposa de Kostas, que sigue regalando el paladar de su marido (y el nuestro) con sus tomates rellenos para para las grandes ocasiones, y que ahora está encantada con el reciente nacimiento de su nieto y pasa más tiempo en casa de su hija que en la suya.
Que nada, que entretenido, y para evadirse un poco de la asquerosa realidad que nos ha tocado vivir.
¡Larga vida a Márkaris!
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