miércoles, enero 15, 2020

Tercero 2020: "Lo que tarda en morir un idiota", de José Manuel Aguilar.

Lo primero que me llamó la atención fue el título, que me sonaba y no sabía por qué. Y luego, empecé a leer un poquito y resulta que la víctima, ¡vaya por Dios!, era abogado, así que seguí leyendo.
El compañero asesinado no tiene mucho protagonismo en la historia salvo por el hecho de ser el muerto y no caerle bien a nadie en toda la obra, que vaya ojeriza que nos tiene el personal, que cuando el abogado no es el asesino es el muerto y, cuando no, merecería estarlo de lo malísimo que lo pintan. En fin, resignación, que una eligió una profesión con bastante mala prensa.
La novela comienza con el letrado en cuestión chorreando sangre por un pasillo intentando huir de quien lo ha apuñalado y que no está contento con la faena porque además parece que quiere sacarle alguna información que el abogado no ha querido darle. Que mal abogado será y peor persona, pero el secreto profesional es el secreto profesional.
Pero, como podéis esperar, muriendo a la primera de cambio, mi colega no es el protagonista de la obra, más que nada por encontrarse en situación de fiambre. El personaje principal de la novela es un psicólogo, pero no uno cualquiera, claro, sino uno de esos con ínfulas de criminalista por haber intervenido en la evaluación de algún caso y creerse un "profiler" del FBI con capacidades superiores, no sólo para trazar el perfil del asesino, sino para averiguar quién es, dónde vive y perseguirle hasta encontrarlo. Que si no es por la pista del tatuaje que da la vieja que desde la sacristía de la iglesia de enfrente y con privilegiada ventana había visto al asesino arrastrar al abogado cuando intentaba escapar, ni profiler ni investigación ni nada.
Pues eso, que Luis Garoso, el fiscal del caso, en labores de instrucción que normalmente no ejercen, en lugar de tirar de su forense o de un psicólogo del equipo psicosocial, pues queda a comer con el prota, que es su amigo, y se meten a investigar sin que se acuerden de la policía judicial, de los procedimientos establecidos, casi ni del Juez, nada más que para abroncar al Fiscal por meterse donde no lo llaman, ni del forense del caso, despreciando un poco a los forenses como funcionarios que hacen un poco de todo en los procedimientos (un día valoran lesiones, otro levantan un cadáver...).
Tampoco tiene en cuenta el autor que siendo abogado en ejercicio el muerto, sin socios ni secretaria siquiera, algo tendría que decir su Colegio en relación a los expedientes y que, desde luego un psicólogo, por muy psicólogo forense que sea, no puede meterse en el despacho de un letrado sin permiso y cotillear el archivo como Pedro por su casa. Y sin guantes.
Manuel Artacho Henz, el psicólogo de la novela, no parece tener mucho que hacer porque se dedica casi de pleno al jardín de investigar el asesinato, salvo otro caso que ya considera perdido y para el que sí ha sido llamado como perito forense a juicio. Visita al acusado en la cárcel para someterle a la batería de preguntas del MMPI, sin acabar de ver nada en el DSMIV que el abogado de la defensa pueda llevarse al diente para alegar una eximente que evitara que a su cliente, que cometió un homicidio hasta las trancas de alcohol y drogas varias, le cayera un condenón del quince.
Atiende también a Marcelo, un joven con una enfermedad mental muy grave y que está ya un poco pasadito de rosca y casi en las últimas, con el que habla de cualquier cosa sin que parezca aplicarle ningún tipo de terapia. Bueno, luego están sus ex, porque no tiene pareja en vigor pero o se le acercan o se encuentra con mujeres con las que tuvo antes más que palabras. Y la cocina, que desde Carvalho no hay detective que se precie, o psicólogo aficionado a ello en este caso, que no cocine o hable de comida en las novelas, así que Manuel también cocina.
Con Manuel también piensa el caso, y le presta guardaespaldas, Eduardo Fincham otro abogado ya jubilado amigo suyo al que define como viejo desocupado y rentista.
Indagando en la vida profesional y personal del abogado asesinado y viendo que por ahí no llega a ningún sitio, toma como punto de partida el tatuaje que ha visto la testigo de parte de los hechos, y desde ahí se lanza al infinito y más allá. Entra en el despacho del abogado, así porque sí y porque el fiscal lo deja, que ya es dejar, y, por la falta de un expediente de un determinado año, comienza a seguir el hilo que con el tatuaje había vislumbrado en persecución de alguien de una mara, con larga disgresión sobre el tema de las bandas.
Y volviendo al expediente que falta, ya es raro que, con lo mal abogado que era el asesinado, tuviera el archivo tan bien colocadito y que un psicólogo, que no había estado nunca allí, sea capaz de saber qué expediente faltaba con un solo vistazo. Que digo yo que lo podía tener en un cajón, en el coche, encima de la mesita de noche de su casa o haberse saltado un número o haberle entregado el expediente entero a un compañero al darle la venia, que también puede suceder. Pues nada, que como el psicólogo es listísimo, da con el asesino, tanto que da que por poco lo mata a él y luego con un número de teléfono le encuentra otra vez y no os cuento más que os destripo el libro entero.
Pues que eso, que para una lectura ligera de verano sí. Para más profundidades no. Y mejor abstenerse abogados para no sufrir.
Por cierto, que no dice el nombre de la ciudad donde ocurre la trama pero que yo creo que es Córdoba, por algunas pistas que aparecen.
Y otro por cierto, que el autor tiene un libro sobre el controvertido síndrome de alienación parental, que daría para discutir largo y tendido, pero la discusión queda fuera de esta reseña. Y como en el libro no se habla del tema, no lo veto también a los profesionales de la psicología, además de los del Derecho.
Y, finalmente, que me sonaba a mí el título del libro y es que fue lo que escribió en su diario uno de los asesinos del juego del rol describiendo cómo mataron a su víctima elegida al azar: "... era espantoso: ¡Lo que tarda en morir un idiota! Llevábamos casi un cuarto de hora machacándole y seguía intentando hacer ruidos. ¡Qué asco de tío! Mi compañero me llamó la atención para decirme que le había sacado las tripas.”. Como siempre, la realidad un paso por delante de la ficción.

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