No se si es que nací ya adulta o que me salté la adolescencia sin darme cuenta, pero odio los libros en los que una persona mayor de edad que supuestamente debería tener colocados ya todos los huesos de su cabeza para albergar un cerebro más o menos adulto, siga mirándose el ombligo y culpando al mundo de sus problemas.
La narradora y protagonista tiene ya una edad, un trabajo fijo y remunerado y hasta un novio con el que vive y que quiere ir más allá en su relación.
Pues bien, con motivo de un viaje para asistir al velatorio de una tía con la que apenas ha tenido relación, decide tirar toda su vida por la borda, emprendiendo un viaje en busca de una mujer que no sabemos si vive ni dónde y de la que únicamente tiene datos extraídos de una especie de diario que se encuentra en el contenedor de una obra.
Viaja de ciudad en ciudad y de hombre en hombre, acostándose con ellos sin más pretensiones, usándolos para dormir en sus casas, utilizándolos y dejándolos como de usar y tirar, siguiendo pistas que es imposible que pudiera obtener de los pocos datos que aporta el diario buscando al hombre que dejó sola y sin fiesta de cumpleaños a su autora.
Se funde las perras que tenía para las vacaciones, no regresa a trabajar, busca y busca, pero no se busca a sí misma. Una pena. Y, mientras, la madre de la narradora y el novio abandonado intentan explicarse el errático comportamiento de su hija y novia, dudando entre si padece una depresión, una crisis existencial o que ha decidido pasar de ellos. La prota, ni caso.
No sé si es que pertenezco a otra generación o que realmente la tipa de la novela no tiene remedio, pero no me ha gustado el libro. Que, además, es de los de casualidades imposibles que, con nada y menos, encuentran a alguien en un territorio tan grande como España, sin Facebook ni Instagram donde buscar. Que así igual la había encontrado yo sin salir de Quero ni dejar de trabajar. Pero, bueno, las cabezas están como están y cada uno es cada cual.